La ley reconoce que las personas con discapacidad pueden educarse en la escuela común, más allá de sus aptitudes
ace unos años conocimos por el programa CQC a Melina, una joven con síndrome de Down que, a diez años de haber egresado, aún esperaba su título secundario; el año pasado se viralizó el reclamo de Alan, otro joven en la misma batalla. Hoy, por presión social y con amparo judicial, ambos cuentan con su título y encaran una vida autónoma.
La movida por los derechos de las personas con discapacidad está tomando impulso en el país. Al trabajo artesanal, coordinado y dedicado de más de cien ONG a lo ancho del territorio se suma el dictado de sentencias que imponen el respeto de sus derechos. Esto debe celebrarse no sólo por la trascendencia de los bienes en juego, sino también porque en el mundo hay más de mil millones de personas con discapacidad y en la Argentina uno de cada cinco hogares alberga una de ellas.
A nivel mundial, en el marco de la ONU, el fortísimo movimiento social liderado por personas con discapacidad originó en 2006 la Declaración Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad y su convención. El enfoque de la discapacidad ya no es médico, sino social, y se reconoce a las personas con discapacidad el derecho -entre otros- a educarse en la escuela común compartiendo ese locus renovador de espacio y tiempo con niños de su edad con independencia de sus condiciones y aptitudes. La Argentina no sólo adhirió a esta convención internacional (ley 26.378), sino que ella goza de jerarquía constitucional; con ello, el Estado asumió el compromiso de diseñar, desarrollar y ejecutar políticas para el cumplimiento de todos los derechos reconocidos, entre ellos una educación inclusiva (artículo 24 de la convención). Esto significa, en términos pedagógico-educativos, el abandono del concepto de integración (nacido como solución a la segregación y sobre el principio de normalización del alumno) hacia la inclusión escolar, que impone la flexibilización de la escuela para acoger a todos.
A paso lento pero en esa dirección, el Estado argentino hizo ciertos avances, como el dictado de normas que consagran este derecho. Pero en este país de organización federal cada jurisdicción tiene a su cargo la prestación del servicio educativo, que -recordemos- siempre es público, sean escuelas estatales o de gestión privada. La necesidad de unificar para todo el país criterios y normativa llevó al dictado, en diciembre pasado, de dos resoluciones por parte del Consejo Federal de Educación para «propiciar condiciones para la inclusión escolar al interior del sistema educativo», que fijaron criterios comunes de promoción, acreditación, certificación y titulización de alumnos con discapacidad. Para que no quede duda de que los casos de Melina y Alan no pueden repetirse.
Sin embargo, en esta misión de flexibilizar la escuela para incluir a todos, los protagonistas son los colegios. Sus directivos y docentes son quienes, en definitiva, deciden y llevan a la práctica en el aula y para cada niño el arte de educar. La tarea es difícil y desafiante, emancipadora para ese alumno y edificante para la sociedad toda. Pero muchos resisten. Se excusan en la ausencia de preparación y recursos para esconder lo que es falta de espíritu de equipo y trabajo común entre maestra titular e integradora, primaria y secundaria, escuela común y de modalidad especial. En esos patios se juega al Antón Pirulero: cada cual atiende su juego. Salvo el alumno integrado, ajeno a esta dinámica perversa porque él «no está al nivel».
El juego de la resistencia corre el foco y retoma el modelo médico de discapacidad: el problema es el niño y no la escuela. Las convenciones y consignas internacionales asumidas sobre diseño universal del aprendizaje y calidad educativa (ONU/Unesco), incluso los derechos constitucionales, se hacen añicos frente a la resistencia docente. Equidad, relevancia, pertinencia, eficacia y eficiencia educativas desaparecen del glosario escolar y el veredicto se reduce a «no puede». El alumno, siempre él, y a medida que crece y llega a la pubertad ya casi nadie lo empodera ni cree en él; sólo su familia, en dolorosa soledad.
Ante esta realidad, advertida con preocupación en el último informe elaborado por el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU, un reciente caso judicial dado a conocer nos ofrece una bocanada de aire fresco. Fue la Defensoría de Menores e Incapaces, órgano del Poder Judicial y brazo del Estado, quien llevó su reclamo y obtuvo el reconocimiento del derecho de una niña a continuar su educación inclusiva, y el titular del Juzgado Nacional Civil N° 99 decidió, libre de prejuicios y estereotipos, aplicar la ley vigente.
Sofía (no es su verdadero nombre) ingresó en sala de dos de un tradicional colegio privado. Transitó el nivel inicial sin contratiempos, pasó a primaria, y promediando este ciclo comenzaron los escollos. Sofía tiene síndrome de Williams, condición genética que implica cierto grado de discapacidad intelectual. La institución educativa se contaba ya entonces entre aquellas catalogadas como integradoras por ante la Dgegp de CABA (requisito eliminado, pues toda escuela está obligada a matricular alumnos con discapacidad).
Parecía el colegio ideal: contemplaba las adaptaciones necesarias para el aprendizaje y contaba con los tres niveles educativos obligatorios (inicial, primaria y secundaria). Pero luego pasó lo de siempre: los obstáculos a la inclusión crecieron y la escuela sugirió el pase a la modalidad especial. Los padres fueron formalmente invitados a buscar otra secundaria, pero sin el certificado de primaria porque Sofía «no alcanzaba los contenidos mínimos». Ya no importaban los objetivos de su proyecto pedagógico individual, su trayectoria ni el grupo de pertenencia: la alumna no llega a nivel. Y la familia, como tantas, firmó a regañadientes un compromiso de cambio de escuela con tal de que le permitieran quedarse un año más mientras buscaba otra escuela.
Pero resulta que una vacante para estos chicos es buscar una aguja en un pajar. Nada de nada. Y resulta que no se puede renunciar lo irrenunciable: el derecho humano personalísimo de ser protagonista de la propia vida y partícipe en la sociedad, de la que la escuela común es puerta de entrada. Entonces, la Defensoría de Menores actúa en defensa de Sofía; no pretende más que el amparo de una menor con discapacidad que después de diez años de ir al colegio de su barrio y su familia es derivada a la educación especial sin el acuerdo de los padres y mientras ella pide a todo aquel que se digne a oírla seguir en la misma escuela, terminar el secundario con sus amigas e irse a Bariloche. El magistrado dictó sentencia reconociendo su derecho a una educación inclusiva con los apoyos necesarios y condenó al colegio a brindarle el servicio educativo inclusivo a que está legalmente obligado. Celebramos la decisión por su razonabilidad, su apego a la ley y su coraje. Por no sumarse al juego del Antón Pirulero y resolverse a impartir esa justicia que, en palabras de José Ramón Amor Pan, «no consiste en dar a cada uno lo suyo según lo que está establecido y ordenado, sino sobre todo en dar a cada uno aquello de lo que está privado o despojado y que le corresponde según un orden radicalmente recto».
Abogada. Presidenta de Educación Inclusiva ONG